miércoles, 6 de abril de 2022

 

UN FUNESTO PERSONAJE

Cuento de ficción. Los personajes no son reales y sus nombres son ficticios.
 
Chaly Urquizo

Lima, otoño 1981 – La Paz, invierno 1983

El sol del atardecer a inicios del otoño limeño a veces tiene una luz dorada muy especial. Esa tarde alumbraba de lleno la fachada de la casa de Paco. Contemplaba ese paisaje desde un viejo banco del parque Santa Cruz mientras esperaba la hora de la cita, a la que llegué quince minutos antes por rutina de seguridad. Paco era el contacto del grupo de “anarquistas libertarios” que apoyaban a algunos dirigentes sindicales del exilio boliviano en el Perú y la reunión acordada era para coordinar la salida clandestina de una compañera desde Bolivia en los siguientes días.

Minutos antes de la hora señalada, reconocí a Tito cuando llegó a la casa de Paco. Tras unos segundos de dudas decidí esperar hasta que se marche. En la operación de la frontera no debía haber otros involucrados.

En la espera recordé que conocí a Tito tiempo atrás en alguna de las visitas a los compatriotas que, junto a otros exiliados, residían en el alberge de la organización para refugiados de Naciones Unidas en un popular barrio de Lima. Eran épocas del Plan Cóndor y la mayoría de ellos estaban ligados a las más variopintas organizaciones clandestinas de los países del Cono Sur.

Allí me enteré de que Tito llegó al Perú a mediados de 1980 desde Italia. Era un exiliado chileno al que tenían gran admiración porque, relataban emocionados, fue parte de la defensa de La Moneda junto a Salvador Allende. A su prestigio como combatiente, se añadía su temperamento de tertuliano exquisito, capaz de debatir con amabilidad y fino humor sobre teorías marxistas y revolucionarias, citando desde los clásicos hasta los contemporáneos, o señalando las posibles falencias de cada organización representada, sin adherirse a ninguna, quedando siempre en la estima y admiración de todos.

Media hora más tarde, Tito salió de la casa de Paco. Diez minutos después toqué el timbre. Paco me recibió en su pequeño recibidor, apesadumbrado. Pensé que estaba molesto porque llegué media hora más tarde y, a modo de saludo, le dije: —Vine quince minutos antes de lo acordado. Me quedé esperando en el parque porque recibiste a Tito a la misma hora de nuestra cita.

Desconcertado, Paco respondió: —¿Tito…? Creo que estás equivocado. Quien acaba de visitarme se llama Gerardo y no puedes conocerlo porque acaba de llegar de París.

Y el desconcierto fue mío: —Estoy totalmente seguro de que era Tito. Además, es imposible que recién haya llegado de París o ninguna otra parte, porque hace un par de días estuvimos juntos en el cumpleaños de un exiliado argentino en el albergue de refugiados.

—¿Estás absolutamente seguro de que quien acaba de salir por esa puerta es el mismo Tito que dices conocer? —, preguntó Paco con asombro.

—Absolutamente—, respondí con seguridad.

Me invitó a pasar y tomar asiento en el comedor. Se fue a la cocina y al retornar, con dos tazas y una humeante tetera, abrió la charla: —A Gerardo, o Tito como le llamas, acabo de conocerlo ahora —, y en tono amistoso cambió de tema: —Pero mientras tomamos una taza de té, cuenta qué haces en el centro de refugiados. Hasta donde conozco, tú no vives allí.

—No, no vivo allí. Apoyo a los estudiantes bolivianos exiliados que no tienen soporte de partidos o instituciones— Le conté que algunos de ellos viven en situaciones muy precarias, que incluso llegan a caer en depresión.

Paco retomó el motivo de nuestra reunión, tamborileó con sus dedos la mesa y mientras se aseguraba de que mi licencia de conducir estaba vigente, sacó del bolsillo un llavero y me dijo: —Tu contacto conoce el auto. Pasado mañana tienes que estar en la plaza principal de Puno a la una en punto de la tarde. Alguien se acercará y te preguntará por un tal Tepepa y tú responderás tajante que no lo conoces. Si acepta la negativa sin insistir y se marcha, lo sigues a pie con discreción. Él es tu contacto.

Tras una pausa para comprobar que fue claro, continuó: —Ellos traerán a la compañera desde la frontera hasta Puno. A partir de ahí, ella es tu responsabilidad para que llegue aquí, a Lima, sana y salva.

Presto para marcharme, Paco me retuvo con firme cordialidad y retomó la conversación sobre Gerardo o Tito. Me dejó un par de minutos y regresó con dos sobres de cartas. Las extendió una por una y me pidió que las lea con cuidado. Las leí, pero antes que pronuncie una palabra me aclaró que no le interesaba conversar sobre el contenido de las cartas, sino acerca del estilo y la forma de ambas.

Las releí y las comparaciones eran evidentes. Ambas estaban firmadas por la misma persona, pero el estilo y la redacción eran diferentes. La primera, escrita a mano, con pluma fuente de tinta azul en papel de carta muy fino y la segunda a máquina de escribir, en papel común y corriente. En la primera, la firma era con la misma tinta azul y en la segunda con un bolígrafo común. La primera, muy personal, con el afecto que se escribe a un viejo amigo, en cambio la segunda, impersonal, aséptica. —Por ejemplo—, señalé, —la primera se despide “con el afecto de siempre, un fuerte abrazo para voz y los cumpas”, y la segunda con un impersonal “atentamente”.

Después de escuchar, Paco me confió: —Con este compañero mantengo correspondencia regular cada dos meses. La carta escrita a mano llegó hace quince días por correo y la segunda me la acaba de entregar Gerardo o Tito.

Un gesto de intranquilidad que no pudo disimular cubrió a Paco.

Al ver su preocupación le pregunté con mucho cuidado: —En la carta te pide que atiendas favorablemente lo que te solicite “el portador de la presente” ¿Es la solicitud que te hizo Tito lo que tanto te preocupa?

Paco afirmó y guardó un largo silencio. Tras un par de sorbos a su taza, se dirigió a sí mismo, o a mí, o quién sabe a quién más: —Pidió que le consiga un kilo de cocaína.

Su respuesta me impactó como un sorpresivo puñetazo que no pude evitar demostrar.

Le Interrogué incrédulo, esperando una respuesta negativa: —¿Dices que Tito te pidió un kilo de cocaína…? — Con la mirada, Paco me dijo que sí, que eso le solicitó.

Después de un silencio que dice mucho, le dije: —Doy por sentado que no lo harás. Tú sabes que la dictadura boliviana está metida en el narcotráfico.

Y añadí con voz urgente: —Llama a tu amigo en París. Verifica si él te mandó esta carta. En caso de ser así, pregunta si conoce al portador y la solicitud que te haría.

Al despedirnos, Paco me pidió que lo conversado quede en la más absoluta confidencialidad y quedamos reunirnos a mi retorno de Puno. Volvimos a vernos cinco días después y conversamos acerca del rescate de la compañera de Bolivia, que se hizo sin mayores sobresaltos.

—Volviendo al tema Tito— retomé el hilo de lo conversado días atrás —¿hablaste con tu amigo de París sobre la carta?

—Esa misma noche—, respondió Paco y tras una pausa añadió: —Él no mandó ninguna carta. Tampoco conoce a Gerardo ni a Tito.

Tras un suspiro profundo, continuó: — Él volvió a los dos días preguntando si conseguí su pedido. Le respondí que no, que no lo haría ni ahora ni nunca.

Con detalles, Paco me contó que Tito se molestó mucho, que tuvieron un fuerte intercambio de palabras que por poco pasa a mayores: —Y le pedí que no vuelva a buscarme más y bajo ningún motivo— concluyó.

—¿Le comentaste que la carta era falsa?, indagué.

—No, no quise dejarlo al descubierto—, respondió Paco. Al despedirnos me recomendó mantener mucha cautela y distancia con Tito.

 

Pasaron los días y algunas semanas y el misterio de Tito no se develó. El grupo de Paco no tenía los recursos para hacerlo. Yo tampoco.

Pero todo estalló tres meses después por esa manía que tienen los militares peruanos y chilenos de espiarse mutuamente desde hace más de un siglo. A las seis y media de la mañana, unos timbrazos me despertaron sobresaltado. Era un compatriota del albergue. Muy agitado y sin aceptar pasar, me contó que poco después de la medianoche un comando de inteligencia de la Marina peruana detuvo a Tito en la misma esquina del albergue. Añadió que, ante tal atropello, un grupo de refugiados entró en huelga de hambre.

A las ocho de la mañana del mismo día, en el albergue, la conmoción era total. El piquete de huelga se encerró en el salón. Por la cantidad de exiliados que llegaron de toda Lima, la calle quedó cortada, acción que la policía antimotines completó desde ambas esquinas. Minutos después llegaron los responsables de la oficina de refugiados, quienes se comprometieron a garantizar la seguridad de Tito y aclarar las causas de su detención. Desde el grupo de huelga exigieron evitar su extradición a Chile para proteger su vida, pedido secundado por la improvisada asamblea callejera y aceptada por los funcionarios.

Pero tres días después, por la madrugada, Tito fue expulsado del Perú y entregado a las autoridades de la dictadura militar chilena. Ni las protestas de los exiliados ni las gestiones de los funcionarios de Naciones Unidas, lograron evitar esa decisión. Se repitió la escena de la improvisada asamblea callejera y sobre la corta escalinata del albergue, megáfono en mano, un funcionario dio lectura al escueto informe de la Marina del Perú.

Un silencio expectante se apoderó de todos. Tras los párrafos iniciales, escuchamos: —… Se procedió a la detención y posterior expulsión del Perú de Alfonso Soto, militar del ejército de Chile y miembro de la DINA de ese país, conocido en nuestro medio con los alias de Tito y Gerardo. Dicho elemento, tenía como objetivo apoyar la emergente actividad subversiva en el país…—

Silencio total. Incredulidad, desconcierto, luego incertidumbre. Entre susurros las citas urgentes a reuniones de cada organización. Horas después Paco me hizo llegar un mensaje: “Estamos informados de lo sucedido en el albergue. Te esperamos pasado mañana a la hora y lugar de costumbre”. Me llamó la atención el plural.

Esa fue la primera vez que me reuní con todo el grupo limeño de Paco. Eran jóvenes académicos, intelectuales “libertarios” sin ningún aparato orgánico. Entusiastas del debate elevado, las acciones literarias y artísticas contestatarias y solidarias, contaban, eso sí, con excelentes contactos.

Ellos, por fuentes muy fiables, confirmaron que Tito o Gerardo, era Alfonso Soto. Que efectivamente, fue miembro de la seguridad de Allende, pero al mismo tiempo, era un joven militar de plena confianza de su comandante, nada más y nada menos que el mismísimo Augusto Pinochet. Confirmaron también que estaba destinado a la DINA, el temible aparato de represión de la dictadura chilena. Y supieron que no estaba detenido, todo lo contrario. En el ejército y la DINA, era considerado un héroe.

A las interrogantes sobre su insólita solicitud de cocaína, solo queda una conclusión. Tito quiso tender una trampa al grupo de Paco que apoyaba a algunos dirigentes del exilio boliviano que empezaron a denunciar la relación del régimen militar con el narcotráfico. La independencia partidaria de esos dirigentes era un plus en la opinión pública dentro y fuera del país. Tito buscaba, a todas luces, involucrarlos y provocar su detención en el Perú, lo cual hubiera sido un excelente golpe propagandístico internacional contra la resistencia boliviana.

No supimos nada más de Tito.

Octubre del siguiente año, en plena primavera, la semilla de la democracia sembrada años atrás germinó después del largo invierno escondida bajo la tierra. Los militares volvieron a sus cuarteles estigmatizados, entre otras cosas, por sus asesinatos, su descarada corrupción o sus relaciones con el narcotráfico. Una tarde, Paco me llevó a ver una de las travesuras de su grupo. Frente a la embajada chilena en Lima, un grafiti decía: “En Bolivia nació la esperanza”.

El exilio retornó al país como las aves vuelven después del invierno. Me despedí de Paco y su grupo con mucho cariño y la promesa de mantener la relación. Muchos de nosotros quedamos en deuda con ellos.

 

Transcurría el año 1983. Cercada por el desastre económico que dejó la dictadura, la inflación de cinco dígitos y una devaluación diaria que dejaba inservibles los salarios, la frágil democracia boliviana parecía llegar a su fin. En esos días convulsos, desde la acera, contemplaba el ingreso de una multitudinaria marcha encabezada por la plana mayor de la Central Obrera a la plaza San Francisco de La Paz, exigiendo acciones concretas al primer y agonizante gobierno de la democracia.

De pronto, un detalle llamó poderosamente mi atención. En la segunda línea de la marcha, entre los que portaban la pancarta con la consigna “El hambre no espera”, estaba Tito. Un funesto personaje que marchaba con el puño en alto y un puñal escondido en la otra mano.

2 comentarios:

  1. INTERESANTE HISTORIA QUERIDO CHALY. UN ABRAZO

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  2. Como todos tus relatos, éste es también muy bueno y muestra las realidades de casi (todos?) los gobiernos. Un abrazo.

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