jueves, 18 de junio de 2020

CINCUENTA PALMADAS

CINCUENTA PALMADAS

Chaly Urquizo

La Paz, invierno, 1967

Con una sarcástica sonrisa, después de remangarse las mangas de la camisa, el profesor pide que pongas las manos bien estiradas, bien abiertas y firmes, porque serán cincuenta las palmadas que recibirás como castigo a tu insolencia.

Y empezó:                                                                                                                         

Uno. ¡Plaf! Sonó seco el ruido de la vara de madera larga y gruesa, al aplastar la carne de la mano izquierda.

Dos. ¡Plaf! Sonó el seco ruido, ahora en tu mano derecha.

Tres. ¡Plaf! El intenso dolor del tercer golpe casi adormeció tu brazo.

Cuatro. Tenías doce años, lo recuerdo porque era al día siguiente de tu cumpleaños.

Cinco. Todo comenzó cuando el profesor te llamó al frente y ordenó que rompas los miles de hojas apiladas sobre su escritorio.

Seis. –Yo no voy a romperlas– dijiste claramente.

Siete. Pensaste que no era justo porque todos habían trabajado hasta la madrugada en los quinientos problemas que les dio el día anterior como castigo a la algarabía en el aula.

Ocho. Con cara de asombro, gritando, te ordenó nuevamente: –¡Te he dicho que rompas las tareas…! –

Nueve. -NO-, respondiste con claridad.

Diez. Argumentaste que él debía corregir las tareas y devolverlas con notas y observaciones.

Once. Con el rostro enrojecido por la ira y a tiempo de aflojarse la corbata, te ordenó que vayas a la regencia y traigas una vara para recibir tu merecido.

Doce. Titubeaste un instante… si, titubeaste porque tuviste miedo del castigo.

Trece. Tu mirada buscó alguna respuesta en nuestras miradas y encontró solo asombro, incredulidad y hasta espanto. Encontró solo espejos de lo que tú sentías.

Catorce. Y saliste del aula con paso resuelto, venciendo el miedo.

Quince. En un estante de la regencia viste la exposición de varas destinada al castigo y entendiste lo que es la disciplina y domesticación por el terror. La pedagogía negra.

Dieciséis. Un par de minutos después volviste al aula con una de las varas, justo cuando el profesor comentaba en tono sarcástico, que, con seguridad, habías huido.  

Diecisiete. Y al escucharlo, decidiste aguantar las palmadas sin quejarte, sin llorar, sin bajar la mirada.

Dieciocho. ¡Ay dios, como duele…!, gemiste bien adentro de tu ser, mordiendo tus labios, mientras mirabas brevemente cómo se hinchaban y enrojecían tus manos.

Diecinueve. Y el imbécil profesor alentaba a tus compañeros a contar los golpes junto a él, a reírse y burlarse de ti.

Veinte. Con un brazo dirigía el coro del conteo, mientras con la vara en la otra mano te golpeaba con dureza.

Veintiuno. Resonaron al unísono las voces de más de cincuenta niños, sin entusiasmo, sin risas, sin burlas. Algo parecido a una triste letanía.

Veintidós. Imaginaste cómo sería ese mismo coro, pero con voces de niños y niñas, cantando alegres y felices: “veintidós elefantes, se balanceaban, sobre la tela de una araña…”.

Veintitrés. Pero el dolor era intenso, muy intenso. Y tus labios se apretaban junto a los músculos de tu rostro.

Veinticuatro. Te esforzaste en alejar el dolor, silenciar ese coro, llevar tu mente a cosas hermosas, placenteras.

Veinticinco. ¡Plaf!… Y dejaste de contar para concentrarte en no ceder, en no caer.

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Cuarenta y cinco. ¡Plaf! Ese número te hizo volver como de un sueño y comprobaste que seguías en pie, que de tu garganta no salió ni un solo quejido, ni de tus ojos una sola lágrima.

Cuarenta y seis. Callados, enmudecidos y en absoluto silencio, te mirábamos asustados, desconcertados, inmóviles.

Cuarenta y siete. Sólo se escuchaba el jadeo del profesor, tu respiración contenida al recibir el golpe, seguida de tu inspiración de aire fresco para aguantar el siguiente.

Cuarenta y ocho. La frente del profesor brillaba con gotas de sudor que se deslizaban por su cara.

Cuarenta y nueve. Y su mirada esquivaba todas las miradas, la tuya, las nuestras.

Cincuenta. –¡Ahh! – Exhalaste ruidosamente como quien acaba de ganar el oro de alguna disciplina olímpica. Y preguntaste con una actitud nueva, radiante e insumisa –¿Es todo? –

El resto del día no pudiste sostener ni el lápiz y en casa dijiste que te habías caído jugando en el recreo.

Él, jamás nos devolvió las tareas ni las observaciones o notas. Nunca se atrevió a dirigirte una palabra ni a mirarte a los ojos. Tampoco volvió a golpearnos ni a ponernos tareas interminables.

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