UNA NOCHE DE TORMENTA
Chaly Urquizo
Publicado en Rascacielos de Página Siete el 31 de enero de 2021
Santa Cruz, 31 de marzo de 2020
Sin luna ni
estrellas que alivien la densa oscuridad, con mucha cautela partimos desde
Coroico hacia La Paz, cerca de la medianoche y bajo una intensa lluvia que
dificultaba la visibilidad del fangoso y estrecho “Camino de la muerte”,
confiados en que lo recorrimos todos los fines de semana durante más de una
década y cada vez muy cuidadosamente, como si fuera la primera vez.
Parte de su encanto es que, en algo más de 40 kilómetros, asciende desde 1200 hasta 4700
metros sobre el nivel del mar y el paisaje, la vegetación, el aire y el tiempo
cambian vertiginosamente. Nos emocionaba viajar sobre una plataforma entre 3 y
4 metros de ancho con un sinnúmero de curvas muy cerradas y fuertes pendientes,
donde algunas se ensanchan para permitir el cruce entre vehículos, siempre
dando preferencia a los que suben, lo cual obligaba a los de bajada a
retroceder realizando maniobras de gran precisión y exigencia, con los nervios
bien templados, tanto del conductor como de los pasajeros.
La concentración
que exigía manejar a la izquierda como en Inglaterra o Japón, sumada a la
conducción muy activa por los permanentes cambios de velocidad solicitadas por
el vehículo, los juegos combinados entre pedales de embrague, freno y
aceleración, lograban dejar atrás toda preocupación o tema pendiente anterior
al viaje, para vivir exclusivamente el presente, el viaje, la ruta, como
colocando una cortina entre el antes y el después.
La vertical peña a nuestra izquierda, con vegetación tupida y
empapada, la sentíamos sombría esa noche, en especial cuando las luces del todoterreno
creaban intensos contrastes con sombras sobrecogedoras. A nuestra derecha no se
veía nada más allá del borde del camino, aunque sabíamos del vacío del
precipicio de centenares de metros que se abría vertical y por el que se
precipitaba, alocada, el agua de lluvia de las cunetas desbordadas, semejantes
a torrentes de furiosos riachuelos.
De alguna manera, todos los ruidos y sonidos se replicaban y
amplificaban desde esas peñas tan pegadas al camino, cual coros de murmullos de
voces de ultratumba. Avanzábamos muy lento y, aun así, en algunas curvas el
vehículo patinaba, por lo que pusimos tracción a las cuatro ruedas.
En esas extremas condiciones, cuatro ojos y cuatro oídos muy atentos
eran necesarios. Renatita, gran navegante, escudriñaba la oscuridad para
descubrir cualquier rayo de luz o la silueta de alguna sombra más negra que la
oscuridad, cualquier sonido ajeno a la parafernalia de la tormenta que nos
alerte sobre algún vehículo en sentido contrario, sobre cualquier árbol, rama o
roca que pueda caer sobre la ruta.
Nos encontrábamos en máxima concentración y empezamos a
sentir el fluir de la adrenalina y para contrarrestar la tensión, conversábamos
sobre la belleza casi paradisíaca del paisaje de las horas previas, del
crepúsculo bucólico que contemplamos esa tarde y del cómo cambió a esa noche de
furia natural desatada. Recordamos cómo el paisaje de Coroico nos había
cautivado con tanta intensidad, hasta convertirse en parte indisoluble de nuestra
relación y del cómo nos llamaba todos los fines de semana desde hacía ya diez
años, con una urgencia sensual, placentera. Recordamos también los cientos de
peripecias y aventuras que pasamos durante esos años en esta ruta, siempre
espectacular y única, respondiendo a ese llamado desde Coroico.
Aproximadamente a media hora de viaje, tras una curva ciega
muy pegada a la peña, tropezamos con la imagen indeseable de algún problema en
la ruta. Delante nuestro estaban detenidos un par de camiones con frutas y otro
con madera, con seguridad de talas ilegales, y un par de todoterrenos. Gracias
a las luces de los vehículos y de las linternas de personas que se movían ligeras,
distinguimos la silueta de un bus balanceándose sobre el abismo, exactamente
por la mitad, con su frente sobre el vacío y su parte posterior sobre el camino.
Enfundados en nuestras parcas impermeables llegamos al sitio.
Con mucha cautela, los primeros pasajeros del bus salían por una estrecha
puerta trasera, ayudados por personas que alumbran con sus linternas. Desde
afuera, una voz clara y firme daba instrucciones a los pasajeros de los
primeros asientos para que avancen con suavidad y orden hacia la puerta
posterior del bus y mandaba estarse quietos y sentados a los de la mitad para
atrás. Y así lo hacían todos, sin chistar, como niños obedientes en la escuela.
Nadie sabía de quién era esa voz tan certera, pero todos coincidimos que lo hacía
muy bien.
Me sumé al esfuerzo para mantener las ruedas traseras pegadas
al suelo, asiendo una de las sogas atadas a la cola del bus. Por instantes, esa
mole de hierros avanzaba unos centímetros hacia el abismo, dándonos un breve
pero fuerte tirón, seguido de murmullos de miedo a su interior, pero apaciguados
por esa voz serena y segura.
No sé cuánto tiempo pasó desde que llegamos hasta que salió
el último pasajero, pero todos estábamos empapados de lluvia y sudor, tiritando
de frío. Quedaba la tarea de salvar el bus y girarlo paralelo para despejar el
camino. Para entonces ya éramos una multitud esforzada en esa tarea, con
múltiples opiniones y hasta risas nerviosas que, de manera espontánea,
expresaban su alivio por haber evitado una tragedia.
Busqué a Renatita y vi que ayudaba a un grupo de pasajeras
con niños pequeños, así que decidí buscar al dueño de esa voz.
Lo encontré junto a su pareja, preparándose para partir. Me
acerqué comentando, sin aspavientos, mi admiración a su actuar. Pese a que aún
se encontraba tenso y con la respiración agitada, me devolvió una mirada jovial
y juvenil, propios de sus treinta y pico años. Mientras él mudaba su ropa a
otra más seca, su pareja me contó que acababa de especializarse en gestión de
riesgos. Con timidez y evitando hablar de sí mismo, él resaltó su satisfacción porque
el incidente no pasó a mayores, gracias a la respuesta de los pasajeros y la
colaboración de la gente. Hablaba siempre en plural “nosotros esto, nosotros
aquello”, al recordar algunos episodios o anécdotas, vistas ahora divertidas,
que ayudaban a bajar la tensión que sentíamos al haber esquivado, quizás, la
muerte de aquellos pasajeros.
Y le consulté sobre las causas. Tras meditar un instante
mientras frotaba su cabello, con gesto serio sentenció: Imprudencia temeraria. Y
contó cómo empezó todo.
En la parada de Yolosa, el chófer se percató que todo su
sistema eléctrico estaba dañado, no tenía energía en ningún punto del bus. Revisó
fusibles, cables y todo aquello que su conocimiento alcanzaba. No encontrando
solución al problema, anunció a los pasajeros que continuarían viaje al amanecer.
Airadamente, los pasajeros exigieron seguir el viaje, con
argumentos que no aceptarían devoluciones de pasajes, que todos tenían cosas
muy urgentes que hacer en La Paz, asuntos de vida o muerte, a primera hora.
Tampoco ahorraron epítetos: inútil, cobarde o gallina, hasta otros de mayor
calibre premiados con risotadas. Le conminaron a viajar despacio detrás de
otros vehículos, como siguiendo a un lazarillo.
Ante tamaña presión e incapaz de imponer su experiencia a la
irresponsable presión del grupo, el imprudente conductor se puso en marcha, siguiendo
a otro bus que a los minutos perdió de vista, dejándolos como negro presagio
sobre la carretera. Pero como el conductor no era ningún cobarde, continuó
avanzando en tinieblas, muy despacio, no se sabe cuánto tiempo.
¡Al menos evitó volar por los aires cuando tomó esta curva que
nunca existió! concluyó el relato mi joven interlocutor, a tiempo de cerrar la
puerta de su pequeño todoterreno y ponerlo en marcha.
Encontré a Renatita junto a una mujer con sus dos niños a la
vera del camino, a quien, a quemarropa, le pregunté por qué permitió que el bus
siga el viaje sin luces.
Tenemos que estar tempranito en La Paz, respondió con fingida
inocencia. Además, el chófer nos dijo que él podía viajar siguiendo a otros,
añadió en tono de víctima.
Renatita se había comprometido que la llevaríamos junto a sus
niños y presurosos subieron a nuestro vehículo, seguros de continuar viaje. Pero
para sorpresa de todos, recliné mi asiento y les dije que me quedaría allí
hasta que amanezca y a nuestra pasajera le aclaré que podía bajar y buscar otro
vehículo que los lleve, o esperar a que amanezca y seguir viaje con nosotros.
Tras una pausa y frente al estupor provocado, con la mirada
puesta al frente, añadí: Excepto estos niños, todos los que estamos aquí y
todos los que están allá afuera, somos, en mayor o menor grado, unos
irresponsables e imprudentes. Pero podemos corregirnos, esperando el amanecer.
Y así lo hicimos, en silencio, escuchando la lluvia y
fingiendo dormir, excepto los niños que de verdad dormían pacíficamente,
arrullados por su madre y la lluvia sobre el techo.
Publicado en Rascacielos de Página Siete el 8/02/21
www.paginasiete.bo/rascacielos/2021/1/31/una-noche-en-la-tormenta-282863.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario