Ignacio de Lima
Carlos Urquizo H.
Lima, otoño de 1983
Junto al café del desayuno, habitualmente
me acompañaba el periódico. Ese día dedicaba toda su primera plana, con
fotografías y grandes titulares, a los sucesos de una noche literalmente
explosiva. Grupos de Sendero Luminoso dinamitaron varias torres de alta tensión
y aprovechando el apagón, iluminaron con antorchas el cerro San Cristóbal con
la imagen de la hoz y el martillo y seguidamente volaron algunas agencias
bancarias, la sede de la empresa de agua y alcantarillado, un local de la policía
de investigaciones, un puesto policial, el parque Neptuno y la fábrica Bayer,
donde se produjo un incendio de grandes proporciones que pintó de rojos y
naranjas a la niebla del cielo nocturno de Lima.
Una fotografía, ubicada en el
pequeño recuadro inferior a la derecha de la primera plana, me perturbó
intensamente: Ignacio estaba muerto.
Lo conocí en la Universidad San
Marcos y gracias a su gran simpatía entablamos una amistad que se tradujo en sus
cada vez más frecuentes visitas a la casa que compartíamos jóvenes bolivianos y
peruanos, todos estudiantes de distintas disciplinas, en el muy limeño barrio
de Jesús María, en la cual, con entrañable compañerismo, pocas reglas y muchos buenos
modos, logramos una casa abierta y casi libertaria, tanto que mientras vivimos
en ella, la puerta nunca estuvo cerrada con llave.
Con el tiempo, era creciente su
participación en las tertulias nocturnas que compartíamos entre la variopinta,
alegre y bullanguera tribu de aprendices de brujos y brujas, que blandiendo
libros y citas, debatía apasionadamente durante horas, sobre cuanta ocurrencia
podía surgir: ciencias, arte, literatura, filosofía y la candente política
latinoamericana de esos años terminales para las dictaduras de la región, siempre
acompañados de los panecillos de la tienda del chino y tazas de té, a veces
aderezadas con ron barato.
Ignacio labraba su futuro por una
senda de dificultades. Emergía de un pasado signado por su niñez en un orfanato
limeño desde que tenía memoria hasta sus quince años, cuando tuvo que dejarlo
por su edad y conseguir trabajo y vivienda para concluir su bachillerato. Por
sus destacadas notas e indudable inteligencia pudo acceder a la universidad y sus
estudios los cubría trabajando de sereno en turnos nocturnos y de fines de
semana, justamente en ese complejo industrial, donde vivía en una pequeña habitación
con un minúsculo baño.
Y también era creciente su
interés por mi motocicleta, en la cual solíamos realizar paseos por las
costaneras y malecones, gozando las brisas y paisajes marinos de la costa.
Por eso, no fue llamativo que
aparezca al filo de la medianoche del último sábado del año que quedaba entre Navidad y Año Nuevo, con otros dos muchachos desconocidos, los
tres montados en una motocicleta. Con un sugerente tono misterioso y de
desafío, me invitaron a realizar lo que ellos llamaron un “rodeo a la limeña”.
Yo, joven valiente que casi nunca huía a los desafíos, acepté sin dudar y entre
festivas y alegres risas y me vi con Ignacio montado tras mío, siguiendo a la
otra motocicleta a gran velocidad por la tibia noche del naciente verano.
Al cabo de casi dos horas de
recorrer la Lima nocturna, entramos en el barrio más exclusivo de ciudad bajando
la velocidad hasta el punto de que el rugir de los motores pasaron a suaves
ronroneos, dejando escuchar el chirrido de los grillos y los ladridos de los
perros que advertían de nuestra presencia desde los techos planos de esas
mansiones de la ciudad donde casi nunca llueve.
De pronto todo se tornó en
frenesí y la bucólica noche se trizó en mil pedazos. Al mismo tiempo que con
desconcertante estupor vi al acompañante de la primera motocicleta pararse en
el asiento y, cual vaquero de película gringa, derribar con un lazo a un perro
desde el techo para montarlo en sus faldas en un rápido y certero movimiento,
me percaté que Ignacio hacía lo mismo con el perro de la casa del frente,
mientras con un grito más parecido a una imperiosa orden me decía –¡¡Arranca...
dale... arranca!!–
Los silbatos urgentes y de
estridente alerta que daban los “guachimanes” del barrio, me convencieron a obedecer la orden y pedir explicaciones después. Mientras a gran
velocidad alcanzaba a la otra motocicleta, mi indignación crecía al mismo
tiempo que disminuía la lucha del enorme can a mis espaldas. Intenté detenerme
un par de veces, pero Ignacio insistía que no era prudente porque ya habría
patrulleros buscándonos y que siguiera a la otra motocicleta hasta que ellos se
detuvieran.
Empapado en sudor y concentrado
en no perderles de vista, entre la oscuridad, la velocidad, el vértigo de los
sucesos y mi desconcierto, había perdido el sentido de la orientación. No puedo
precisar cuánto tiempo después, me percaté que cruzábamos un Pueblo Joven de
extrema marginalidad de pequeñas casas con precarias paredes y techos de
esteras, por cuyas rendijas se filtraban las luces de algunas velas.
Aún con la oscuridad de la noche,
nos detuvimos en un conjunto de largos y vetustos pabellones, junto a una fogata
donde nos aguardaban otros jóvenes, a los que Ignacio y los muchachos de la
otra motocicleta entregaron los cadáveres aún tibios de los perros, entre
breves pero efusivos abrazos.
–Bienvenido a Ciudad de los Niños–
me dijo y luego de un breve silencio añadió –Esta carne es la única que los
huérfanos más pequeños comerán en estas fiestas de fin de año y es la única que
comieron desde hace medio año, exactamente desde las fiestas julianas, cuando
también les trajimos carne–. Hizo una pausa, encendió un cigarrillo que iluminó su rostro y continuó –Estos perros, cuando estén preparados,
parecerán corderos a la brasa –
Tras una larga bocanada a su
cigarrillo, mirando fijamente la fogata y como quien habla para sí mismo,
concluyó –Su carne es sana, tienen todas las vacunas y una alimentación que, de
lejos, es de mejor calidad que la de nuestros hermanitos de aquí–, y se alejó
hacia el grupo que empezaba a faenar los perros.
La tenue luz del amanecer me
encontró solo, mustio y confundido y me animó a partir sin despedidas. Lentamente
dirigí la motocicleta hacia el horizonte costero de esa Lima que, impasible, despertaba
con sus ruidos y olores del último domingo del año. Dentro de mi luchaban grandes
contradicciones ¿Participé de algo noble o fui parte de algo terrible?
Quizás por mi silencio, las visitas
y encuentros con Ignacio se hicieron menos frecuentes. Hasta esa mañana, cuando Ignacio volvió con
el café del desayuno, su foto en primera plana y una nota de prensa ambigua
sobre si era una víctima o una baja. Y ya no está entre
nosotros.
Qué fuerte historia, Chaly! Me deja un huequito en el pecho...
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